Un baile en el centro de Macondo

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Juan Sebastián Solís

En medio de piedras, fuego, gases, balas de salva y vallenato, emergió el espíritu de Macondo en toda la plaza de Bolívar. Frente al edificio del Congreso había una tarima donde explotaba la música y la guacharaca acompañaba los rápidos movimientos del pueblo -fuera que este bailara con o sin piedra en mano-. Se sentía el frenesí. La risa, las miradas y gestos amenazantes, los amagues de pedradas y bolillazos, gases o disparos del ESMAD. Las cabezas volteaban de un lado a otro. De arriba a abajo, buscando piedras para esquivar. Era difícil distinguir la sombra de lo que eran objetos contundentes y lo que eran palomas inocentes. Tal vez ellas eran las únicas inocentes en esa multitud de cuerpos agitados.

Por un lado, estaba la policía que llegó a la plaza anunciándose con bombazos y gasecillos (a falta de platillos). Por otro, la gente cada vez más ofendida iba cubriendo sus rostros para resistir. En el medio, los buitres mediáticos tomando fotos a todo lo que pudiera ser primicia: primero fotos a una mujer que, de frente y sin protección, le gritaba a varios agentes del ESMAD; luego fotos a un par de ancianos que fallaron en su intento de ser escudos humanos; finalmente se le hizo pasarela a los mamos indigenas que intentaron apaciguar la violencia, con un efecto muy corto pero que se agradece.

Paralelo a la fiesta de las aturdidoras, gases y piedras, la otra mitad de la multitud bailaba unos buenos vallenatos. Era Colombia bailando alrededor de su padre fundador: Simón Bolívar. Fue tan magnánimo el tropel que hasta se cumplió simbólicamente la maldición que el prócer lanzó a todo aquel soldado que empuñara las armas contra su pueblo. Varios pudimos ver, en una poderosa y fascinante imagen, la estatua de Bolívar con la chaqueta de un policía en su espada encendida.

En medio de tanta fascinación, parece que el espíritu colectivo me reprendió por no estar participando y haber caído -sin haberlo deseado- en el pecado de la imparcialidad del periodismo liberal que tanto aborrezco. Mientras esquivaba una piedra, lanzada por la policía hacía a mi pie, mi cabeza -por azares del caos- esquivaba una piedra del tamaño de un ladrillo que pegó en mi brazo.

¡Ahí fue! Cualquier resquicio de intento de neutralidad se fue al carajo. Descargue mi ira en gritos e insultos mientras recobraba la sensación en mi brazo. «¡Tombos hijueputas! ¿No ven que estoy grabando?» Gritaba una y otra vez, mientras señalaba mi cámara. Los agentes, con mirada atolondrada, no sabían qué responder. Tenían toda su concentración en los brazos. Su modalidad de respuesta era netamente física en ese momento.

Me retiré un momento mientras me recuperaba, pero en menos de dos minutos ya estaba de nuevo adentro. Ya compartía más el espíritu. Solo quería disparar con mi cámara. Veía el heroísmo en unos jóvenes de mi misma edad, con ideas de futuro similares, pero vías de acción un tanto disimiles. Las piedras que lanzaba la policía, estos las cogían en el aire y las devolvían con fuerza y sin escudo. Su único escudo les protegía la identidad, algo que no se daña físicamente, pero cuyo descuido implicaría un daño que no se cura con puntadas. Habían también unas cuantas mujeres que con igual heroísmo lanzaban piedras y gritos cual amazonas del verdadero amazonas.

Después de recibir tremenda pedrada por parte de la «autoridad» sentía el fresquito cuando veía escudos doblarse y cascos rebotar por los golpes. Me movía de un lado a otro sintiendo el dolor en el brazo y pensando qué diría la FLIP de este acontecimiento.

Viéndolo ahora, esa piedra hizo algo similar a lo que la pócima del Dr. Jekyll hizo por Hyde. Tenía un pequeño Hyde rabioso adentro. Miraba la locura a los ojos y me gustaba. Pero en ese momento, la policía cogió a una chica que, según dicen, tenía el pelo naranja o rojo. La multitud, al percatarse de la pérdida, se abalanzó como una horda de zombis hambrientos (zombis como los de «28 días después») sobre la policía, gritando «¡Rescátenla!».

Ese fue el punto de no retorno. El ESMAD, que había estado esperando por media hora como perros rabiosos con bozal, acudió finalmente a «salvar» a sus compañeros, aunque realmente parecía que estaban era desatando toda su rabia y rencor contra la manifestación en general.

La gente salió en estampida y se formó un cuello de botella en la esquina del congreso y la catedral. En medio de la multitud cayeron varios gases. La gente corrió hacia arriba y detrás de ellos el ESMAD regalando bolillo, balas de goma y pintura. Cogieron a varias personas que se despedían de la fiesta con gritos de pavor e ira.

En ese momento use mi comodín para salvarme del bolillazo o el aún más temido «upejotazo». Levanté las manos y grité «¡Prensa! ¡Prensa! Estoy grabando». Sus cascos con rostro parecieron apaciguarse y solo me gritaron que me fuera para la casa. Salí corriendo por una calle llena de neblina asfixiante y casi vomito de tanto toser.

Cuando logré ver, encontré mujeres, hombres, niños, ancianos y vendedores ambulantes llorando, ahogados, con miradas de rencor y desconcierto. Saqué mi botella de vinagre y empecé a regalar mientras intentaba no vomitar. Me sentía como un sobreviviente. Y con cada respiro solo agradecía, no se a quién, poder respirar cada vez mejor.

Salí de ahí y volví a encontrarme con mis amistades, también llenas de rencor y lagrimas. Sin embargó, a medida que pasaba el tiempo y los efectos del gas, empezamos a reír más y compartir las experiencias del día. Creo que el espíritu del tropel nos estaba premiando por haber sobrevivido.

A medida que se enfriaba el ánimo y el cuerpo, empecé a sentir el dolor en el brazo y cierta desazón en la cabeza. Habíamos salido a la plaza indignados por la muerte de lideresas y líderes; emputados por la corrupción; mamados de tantos impuestos; y dispuestos a gritar contra toda la mierda que han provocado los dueños de este país.

Sin embargo, terminamos encerrados en la escena clásica de la violencia. Eran un bando de gente consciente y semiconsciente de su situación, peleando con otra gente inconsciente de su situación de opresión y dominación. Al lado una parranda tremenda y, resguardados en los edificios, muchos de aquellos que “de nuevo quieren manchar mi tierra con sangre obrera, los que hablan de libertad y tienen las manos negras”, como diría Víctor Jara varias décadas atrás.

En la noche llegué cansado a mi casa. Me acosté y miré un poco de noticias para darme cuenta de que habían destituido a Ángela María Robledo. La oposición ya contaba dos perdidas clave. Y a pesar de no comulgar con Mockus, en estos momentos, se que es más amigo que enemigo. Al pensar en esto, la paranoia fue máxima. Solo pensé que nos quieren meter de nuevo en la encrucijada de la guerra, como sea.

Atacan las vías «democráticas» de participación política y no permiten la reivindicación de los derechos populares, por ninguna otra vía. Solo permiten la escalada de violencia. Ya lo dijo el líder de las legiones del Uberrimo: «prefiero al guerrillero en armas…» El resto de la frase es puro disfraz. Realmente prefiere la confrontación armada, sea guiada por la ideología que sea. Vive por la guerra y la muerte. En esta vía, creo que nos costará mucho esfuerzo, más sufrimiento y más vidas construir esperanza si seguimos bajo la condena del señor de la Guerra.

Y sin embargo, veo con alegría y optimismo el gran grito de rebeldía y compañerismo que recorrió ayer al país. El camino es difícil, aún podemos vernos en ciertas ocasiones atrapados en las lógicas de violencia-fiesta que se han construido en todos estos años de enfrentamiento entre los de abajo por creer que les importan a los de arriba. Pero si hay mucho trabajo por delante, también hay muchas manos y mentes dispuestas a trabajar, que no se asustan ante las amenazas de quienes quieren adueñarse de nuestras vidas, porque nos sabemos dueños de la esperanza que crece más cada día.