viernes, marzo 29, 2024
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Apoyo el proceso de paz

Mauréen Maya Sierra

Deconstruir al “enemigo”, formular caminos para la reconciliación (reconociendo la trascendencia del gran objetivo a conquistar, que no es otro que forjar una nación en paz) implica hacer concesiones, romper esquemas, superar estigmas y anteponer a nuestras subjetividades, el ideal del bien común. Nada de ello equivale a perdón y olvido, pero sí exige de una comprensión más amplia y profunda del conflicto y de los caminos que debemos recorrer para superarlo, siendo indispensable, en cualquier escenario de ‘reconciliación’, que se asuman responsabilidades de manera pública y clara, no sólo por parte de la guerrilla, sino también por parte del Estado colombiano.

Cerro Tijeras. Foto tomada de la web.
Cerro Tijeras. Foto tomada de la web.

Si anhelamos la paz, debemos apoyar todo esfuerzo por alcanzarla, hay que negociar, deponer las armas, analizar las causas estructurales de la guerra y atender esas causas para superarlas (lo que implica reformas, consultas y consensos), idear mecanismos que permitan una transición limpia, reconocer, reparar y dignificar a las víctimas y procurar acciones simbólicas que contribuyan a la memoria histórica del país. La justicia transicional propone justamente mecanismos para fortalecer el Estado de derecho y garantizar la reparación de las víctimas de graves violaciones a los derechos humanos.

Justamente, estas medidas judiciales, que se aplican en procesos de superación del conflicto y de tránsito a la democracia, determinan que la acción reparadora no sólo se refiere a los armados que deponen las armas, se reintegran a la vida civil y reconocen a sus víctimas, sino que implica también un compromiso por parte del Estado de revelar la verdad de sus acciones criminales, de reconocer que las sistemáticas violaciones de derechos humanos afectaron al conjunto de la sociedad y que es su deber evitar que estas violaciones vuelvan a ocurrir y que los crímenes cometidos queden en la absoluta impunidad.

Más del 80% de los conflictos finalizados en las últimas tres décadas, terminaron mediante acuerdos de paz, en los que se tuvieron que hacer diversas concesiones. La negociación, en la cual no se reconocen vencidos ni vencedores, sino la inviabilidad material de prolongar la guerra, permite la construcción de consensos, evaluaciones históricas y abre caminos que profundizan la democracia. En toda negociación las partes ganan algo y ceden algo. Con un acuerdo que ponga punto final a la guerra gana todo el país.

Hay que hacer concesiones si se quiere la paz.

Es verdad, como todos sabemos, que no se abandona la lucha armada para terminar en prisión, ni la paz se limita a resolver la suerte de un puñado de guerrilleros, como señalaba Bateman; la paz es una construcción que requiere transformaciones institucionales y sociales, duelos colectivos, pedagogía de la memoria, vencer el odio y los resentimientos, modificar substancialmente las relaciones entre ciudadanos, pero también entre gobierno y gobernados. Colombia no puede darse el lujo de seguir sosteniendo la guerra a la espera de unas condiciones ideales para impulsar una negociación, pues quizás esas condiciones nunca lleguen y mientras tanto seguirá la violencia, la muerte, la persecución, la reducción a la inversión social, la desolación y la desesperanza. Es tiempo de parar.

Los actores desmovilizados se reintegrarán a la sociedad y eso será ganancia para todos. ¿Cuál será el costo de este acuerdo de paz? ¿Ganamos más como sociedad con firma de acuerdo o sin firma, con armados haciendo la guerra o desmovilizados aportando a la paz, construyendo la paz o profundizando la guerra? ¿Cómo aportará el proceso de paz a crear condiciones de vida digna para todos los colombianos?

Acabar con la guerra es una prioridad; quizás en la ciudad no se aprecie esa premura con la misma contundencia que en las regiones dónde siguen produciéndose enfrentamientos armados, donde la población civil está atrapada en medio de la guerra, dónde se cometen a diario graves infracciones al DIH y violaciones a los derechos humanos, desplazamientos e intimidaciones por parte de todos los actores armados; pero si somos capaces de entender sus costos y de asumir el desafío de construir un nación en paz, habremos ganado todos, y también las generaciones futuras que podrán vivir en un país con justicia, con mayor inversión social y donde cada ciudadano podrá aportar sus talentos y trabajo al desarrollo humano,social, científico, político, cultural y económico del país. Colombia por fin podrá garantizar el humano derecho que tenemos todos a la felicidad.

Santos tuvo el coraje de proponer el fin de la guerra y de conducir un proceso que examina aspectos subyacentes al conflicto (como la falta de democracia en la tenencia de la tierra, reforma agraria, la existencia de las víctimas, el narcotráfico y los cultivos de uso ilícito, entre otros), lo que finalmente nos ha llevado como sociedad a pensarnos como posibles sujetos históricos con capacidad para incidir en la suerte del país, a reconocer que todo esfuerzo por alcanzar la paz, tiene sus costos, pero que al final, todo ello valdrá la pena porque habremos empezado a escribir un nuevo capítulo para la historia del país.

Falta aún un largo camino por recorrer, vencer obstáculos y temores; visualizar lo que significa vivir en paz para comprender lo que podemos ganar. Cambiar el espíritu guerrerista de quienes se lucran de la guerra, de quienes desde sus comodidades citadinas ordenan a los hijos del pueblo morir en los campos de batalla (mientras sus hijos se educan en el extranjero, en algunos casos, y son alejados de la guerra); de quienes construyen imperios -soportados en su vanidad y precariedad moral-, imperios de áulicos que pregonan la doctrina de muerte y destrucción, se enriquecen con el patrimonio de la nación y lo reparten a su antojo con multinacionales, no es tarea sencilla. Nunca lo ha sido, pero si la voluntad, la firme voluntad de la nación, es alcanzar la paz, la civilidad en nuestras relaciones humanas y dejar un mejor legado a nuestros herederos, no habrá nada capaz de detenerla.

La paz es un camino no un destino, un camino que se anda y se construye en el andar. Sin verdad no hay justicia, y sin justicia no habrá paz posible. Sin embargo, en un escenario de transición se deben otorgar garantías a quienes se desmovilizan, lo cual no quiere decir impunidad, pero si propone mecanismos diferentes que faciliten la firma y la implementación de los acuerdos de paz.

El derecho internacional establece que los crímenes de guerra, las graves violaciones a los derechos humanos y todos aquellos crímenes considerados de lesa humanidad no son amnistiables ni indultables; de manera que quienes hayan incurrido en estas conductas, sean generales de la República o comandantes guerrilleros, tendrán que asumir su responsabilidad ante la justicia, quizás no con penas proporcionales al daño causado, pues ese sería el costo de firmar la paz, sino mediante penas alternativas y acciones restaurativas. La justicia no es sólo retributiva; debe ser restaurativa.

Igualmente se debe considerar que desde hace varias décadas, la mayor parte de las muertes violentas ocurridas en el país no han sido producto del conflicto armado; la delincuencia común, la intolerancia social, la violencia intrafamiliar y la mal llamada ‘limpieza social’ producen más del 70% de los asesinatos en Colombia. Sin embargo, diversos estudios nos demuestran que las zonas donde se producen los más elevados índices de violencia política, son las mismas donde se registran los más altos grados de violencia fuera del conflicto armado; por lo general zonas de colonización. La injusticia social, la impunidad, el resentimiento y la falta de educación, han facilitado la acción criminal.

Si desde el mismo Estado se reconoce que el 97,6% de los crímenes violentos están en la impunidad y que algo más del 98% de los crímenes políticos están en la misma situación; si desde la sociedad vemos como al interior del poder legislativo se desarrollan maniobras corruptas para garantizar la burla a la justicia en algunos sectores, y vemos también a unas FF MM -que durante décadas se han caracterizado por sus alianzas mafiosas y criminales, por sus graves violaciones a los derechos humanos (torturas, asesinatos, desapariciones forzadas, amenazas, entre otros), por su complicidad en masacres, asesinatos políticos y actos terroristas, como poner bombas en sitios estratégicos, y por haber logrado intimidar a los organismos de control y de justicia- buscando hoy un Fuero Penal Militar ampliado (aprobado ya por el legislativo y aceptado por el ejecutivo) que los exima de sanciones por sus múltiples crímenes, el mensaje para el país es claro: quien dicta las leyes, quien goza del poder político y/o económico puede burlar la ley.

“La impunidad-escribió Eduardo Galeano en su libro Patas arriba. La escuela del mundo al revés -premia el delito, induce a su repetición y le hace propaganda, y cuando es el Estado el que viola o tortura sin rendir cuentas a nadie se está emitiendo desde arriba luz verde para violar, torturar o matar”.

El llamado hoy,por tanto, es a ser generosos como ciudadanos, a aportar a este nuevo desafío que debe convocar la buena voluntad de toda, toda la ciudadanía, pensando siempre, en los compatriotas, indígenas, campesinos, comunidades sometidas al histórico abandono, que hoy siguen sufriendo la violencia, el asesinato, el desplazamiento forzado, la pérdida de todos sus referentes humanos, sociales, culturales, y que a diario malviven bajo el yugo del miedo que imponen los violentos. Que las FARC dejen las armas es un avance fundamental que no se puede desconocer ni minimizar. Ojalá se sume también el ELN. Por ahora hay que empezar a analizar con madurez política y grandeza humana los cómos y las concesiones que se tendrán quehacer, porque si se tendrán que hacer. El objetivo es uno, finalmente: no más guerra en Colombia y posibilidades reales de vivir en un país en paz, con justicia, equidad, memoria y desarrollo sostenible para todos.

La trasformación humana que se requiere para sentar las bases de una paz duradera en el país, no llega por decreto; exige de un proceso interior, también público, de sanación y de constricción por parte de la sociedad y de los armados, legales e ilegales. Implica cambiar nuestras percepciones, romper el paradigma de la derrota, ampliar nuestra lectura como sociedad y quebrar el eje de la violencia y de las retaliaciones de tantos años de miseria humana. Ya basta de catalogar de amigos del terrorismo a quienes apoyamos el proceso de paz y la salida político negociada, basta de estigmas, de señalamientos, de amenazas, de imponer la ley del silencio, de esta incapacidad para dialogar y valorar la vida; basta de llamar narcoparamilitares a los que aún creen en la doctrina de la guerra a muerte, basta de polarizarnos, de creernos los dueños de la verdad verdadera, de despreciar las otras voces y de mutilar derechos. ¡Claro que podemos pensar diferente!; y aceptar este derecho con respeto es aportar a la paz del país.

La paz es un derecho y entre todos, venciendo nuestras propias precariedades y temores, lo podemos realizar.

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