A debatir la Constitución

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Alejandro Cifuentes

Este año se cumplirán 30 años de la Constitución de 1991, hito que se celebrará seguramente con bombos y platillos por el Estado, los medios de comunicación y la academia, buscando perpetuar el mito que esta Carta fue una victoria de la democracia.

Desde hace tres décadas se nos repite a la ciudadanía que nuestra Constitución es una oda a los derechos y que su elaboración fue resultado de una suerte de rebeldía juvenil expresada en el sobredimensionado grupo de la Séptima Papeleta. Un cuento de hadas.

No quiero negar la necesidad que había de cambiar la Constitución de 1886, anacrónica desde el mismo momento de su firma. Lo que busco es plantear la necesidad de abrir un debate crítico sobre la Carta de 1991.

En primer lugar, debemos abandonar el parroquialismo que impera en el análisis de la historia colombiana. La Constitución de 1991 no es un fenómeno aislado a nivel latinoamericano. Entre la década de 1980 y mediados de la de 1990, fueron promulgadas nuevas constituciones (Chile, Perú, Paraguay), o se dieron reformas constitucionales (México, Brasil, Bolivia), que tenían en común medidas tendientes a la reducción del Estado, la apertura económica y los recortes de derechos sociales. Los cambios constitucionales que se dieron a finales del siglo pasado respondían a las presiones internacionales para la aplicación del modelo neoliberal.

Por lo tanto, la Constitución colombiana no fue una gesta democrática singular, sino que se inscribe en el proceso de reforma neoliberal, que precisaba marcos legales para la privatización, apertura y flexibilización. La Constitución consagra una serie de derechos políticos loables, pero al mismo tiempo creó las condiciones para la eliminación de muchos de los derechos sociales y laborales alcanzados durante 70 años de luchas populares.

Para completar el panorama, hay que resaltar el hecho de que la Constitución se concibió en medio de la ola de violencia social y política que acompañó la instauración del neoliberalismo. Si en Chile fue la dictadura de Pinochet la principal herramienta que usaron los reformadores neoliberales para quebrantar la voluntad de lucha del movimiento obrero y popular contra las medidas antisociales, en Colombia ese rol lo jugó el paramilitarismo a una potencia elevada: solamente el genocidio político de la Unión Patriótica, en plena marcha para cuando comenzaron las sesiones de la Constituyente, dejó más muertos que todas las víctimas del régimen de Pinochet. Sindicatos, organizaciones viviendistas, partidos de izquierda, estaban siendo exterminados por grupos paramilitares apoyados por el aparato represivo del Estado y financiados por narcotraficantes, empresarios nacionales y conglomerados transnacionales.

Esta dura situación dejó su marca en la elección de constituyentes: el 9 diciembre de 1990 votaron solo 30 % de los ciudadanos registrados. Esto era predecible si consideramos que Gaviria se había garantizado el control de la Constituyente mediante un acuerdo político con el bipartidismo y la Alianza Democrática M-19, que entre otras cosas imponía una lista de temarios y restringía la participación popular al exigir requisitos excesivos para aspirar a una curul. De cierta forma se reeditaban las prácticas del Frente Nacional.

Resulta simbólico que el día de elecciones a la constituyente, Gaviria le dio el golpe de gracia a las negociaciones de paz con las FARC, concretando lo iniciado por su predecesor y copartidario, Virgilio Barco, al bombardear Casa Verde. En estas condiciones, difícilmente podemos llamar al proceso constituyente como una “victoria” de la democracia.

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