
El 4 de julio de 1991 se promulgó la nueva Carta Magna. A treinta años de su redacción y vigencia, el movimiento popular debe realizar un balance crítico de la Constitución y no loas que impidan el debate
Alejandro Cifuentes
El proceso de independencia en América trajo una profunda transformación política, pues las colonias españolas adoptaron como forma de gobierno: la república. Ello implicó un cambio en la concepción del poder: este ya no tenía un origen divino y se concentraba en la figura de un monarca absoluto, sino que emanaba directamente del pueblo. El pueblo es soberano, y como tal tiene derecho a establecer su gobierno, y para ello crea una norma fundamental que regirá las instituciones, y la cual emana de su poder constituyente.
A pesar de la potencia de las ideas que alimentaron la independencia, los criollos lograron imponerle límites. En Colombia, durante prácticamente un siglo el voto fue ejercido por una minoría de hombres con renta y patrimonio, mientras que las mujeres solo ejercieron este derecho hasta la década de 1950. Y las constituciones no han sido precisamente una expresión del constituyente primario.
Balance crítico
Entre 1821 y 1991 Colombia tuvo siete constituciones, siendo la de 1886 la de más larga vigencia. Las constituciones del siglo XIX se elaboraron sin la participación popular. Por lo general, estos documentos eran redactados por los vencedores de las guerras civiles, quienes monopolizaban los órganos constituyentes a partir de las filiaciones partidistas. Además, las cartas servían para organizar el régimen político de acuerdo al proyecto que se imponía tras las confrontaciones fratricidas.
Por eso, la constitución de 1991 resultó ser un hito en nuestro país. Esta surgió de un consenso sobre la necesidad de superar la caduca constitución de Núñez y Caro; y como nunca antes había ocurrido, los constituyentes fueron electos por el pueblo mediante el voto universal.
Pero esto no quiere decir que la carta vigente sea la expresión mejor lograda de una sociedad democrática; ni mucho menos que en ella estén codificadas las fórmulas para superar la crisis que afronta el país. A treinta años de su redacción, necesitamos realizar un balance crítico de la constitución, y no loas épicas que impidan el debate.
Conservadurismo y modernización
Es muy importante que no perdamos de vista que la nueva constitución implicó un salto cualitativo frente al régimen previo. La carta de 1886 fue redactada por un sector especialmente reaccionario del partido Conservador, y tenía como objetivo sepultar cualquier vestigio del proyecto liberal que había gobernado al país desde 1863. Por eso, esta constitución se fue lanza en ristre contra los pilares de la modernidad. Estrechó los lazos del Estado y la Iglesia: le otorgó el control de la educación al clero, y convirtió al catolicismo en elemento fundamental para el ejercicio de la ciudadanía.
Además, los constituyentes de 1886 le otorgaron sendos poderes al presidente y crearon la nefasta figura del estado de sitio, herramienta usada a lo largo del siglo XX para violar los derechos civiles. A esto le sumaron la imposición de un régimen tremendamente centralista, el cual impidió durante 100 años la elección popular de alcaldes y gobernadores.
Estos elementos, que se han incrustado en nuestra idiosincrasia cultural, hacían de la constitución de 1886 una carta caduca, y frente a ellos la carta de 1991 traerá importantes transformaciones. Esta reconocerá el carácter multiétnico y pluricultural de la nación colombiana.
Va a eliminar el estado de sitio, limitando las facultades presidenciales en caso de crisis, y buscará ampliar el alcance de la democracia formal con la introducción de las dinámicas participativas, garantizando logros como el de la elección popular de los gobiernos locales, instaurada cinco años antes. Y también creó la herramienta de la tutela para que los ciudadanos puedan hacer cumplir sus derechos fundamentales en caso de vulneración.
Una concepción poco democrática
Como decíamos previamente, en la sociedad colombiana comenzaba a existir un consenso frente a la necesidad de reformar la constitución. La Unión Patriótica, desde su bancada parlamentaria durante la segunda mitad de la década de 1980, planteó un proyecto de reforma que recogía la importancia de ampliar los derechos civiles y garantizar los derechos sociales.
Pero las fuerzas alternativas no eran las únicas en proponer reformas. El modelo neoliberal, que contaba ya con varios adictos en el país, necesitaba cambios en el régimen constitucional, que facilitaran, entre otras cosas, la descentralización.
Las voces a favor de la reforma constitucional comenzaron a escucharse en un momento complejo de la historia reciente del país. Desde 1984 se habían abierto diálogos de paz entre el gobierno y la guerrilla de las FARC. Estos habían propiciado el florecimiento de fuerzas alternativas, que incluían no solo a la UP sino también a grupos como Firmes y A Luchar.
Sin embargo, los enemigos de la paz hicieron todo lo posible para minar el proceso, y fortalecidos con los ingentes dineros del narcotráfico, se dedicaron a exterminar a las fuerzas políticas progresistas y que apoyaban la salida negociada del conflicto. La Unión Patriótica, que había logrado muy buenos resultados en las elecciones de poder local y poder legislativo, y la cual tenía una fuerte base sindical en sectores estratégicos como el banano y el carbón, se convirtió en el blanco principal de la violencia para estatal.
En 1990, cuando el nuevo presidente César Gaviria convocó el proceso constituyente, los diálogos con las FARC prácticamente habían fracasado; mientras, el genocidio de las fuerzas alternativas continuaba a toda marcha, cobrándose incluso la vida de los dos candidatos de izquierda que aspiraban al cargo que ostentaba Gaviria.
Esta situación prefiguró el nacimiento de la constitución. Mucho se ha hablado del sobredimensionado movimiento de la Séptima Papeleta, pero se suele guardar silencio sobre el carácter poco democrático del proceso en que se concibió la nueva carta. La elección de constituyentes estuvo marcada por la apatía: la abstención fue del 73,9%. Además, la Alianza Democrática M-19, organización conformada por los excombatientes de esa guerrilla, se alió con liberales y conservadores en el Acuerdo Político de agosto 1990, donde el gobierno estableció los parámetros para la reforma imponiendo un férreo control a la actividad constituyente.
Así, la constitución se terminó erigiendo sobre la base del texto propuesto por el ejecutivo de Gaviria, quien desde el inicio de su administración se empeñó en acelerar la apertura. En la práctica, la única fuerza opositora con voz y voto en la Asamblea fue la UP, que contaba con solo dos delegados.
¿Una constitución deformada?
Hay quienes afirman que el principal problema de la constitución de 1991 es que no se cumple, o en su defecto, que las sucesivas reformas desde 1992 la desfiguraron. Pero tal afirmación desconoce que con esta carta se apuntaló el modelo neoliberal en el país.
El derecho a la libre competencia resulta fundamental en el texto constitucional. La defensa de este abrió paso al saqueo del patrimonio público y la mercantilización de los derechos sociales. Y en materia laboral, la nueva carta legalizó prácticas flexibilizadoras y antisindicales tendientes a la tercerización, que ya Gaviria había inaugurado con la Ley 50 de 1990.
Así pues, reformas como las de 1992, 1993 y 2002 en temas de educación, salud y trabajo, que no hicieron más que expoliar derechos ganados a lo largo de décadas de luchas sociales, no chocaban con lo establecido en la constitución.
Luego de tres décadas de constitución debemos preguntarnos cómo esta carta ha incidido en el despojo de los derechos que estamos experimentando los colombianos hoy.