martes, abril 23, 2024
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Reflexiones sobre la infamia

Hay un sector de la sociedad colombiana que resulta perverso, tenebroso y repugnante en su forma de ser y de pensar, en su maldad genética, alimentada en el odio sectario a la justicia social y a la equidad, es decir, alérgica a todo tipo o a toda forma de felicidad.

Foto: Craig Bellamy via photopin (license)
Foto: Craig Bellamy via photopin (license)

José Luis Díaz-Granados

1

A unos proyectos de seres de la antigua Letalia

Larvas que apenas nacieron fueron escupidas por sus propias madres, maldecidos por sus abuelos, abandonados por sus padres, abortijos que crecieron de espaldas a la luz, a la vida, a la belleza, de espaldas al amor y a la nobleza de alma, porque cuando fueron engendrados, el padre borracho y la madre adormilada, se olvidaron de fabricarles el alma.

Olvidados de Dios, despreciados por el diablo, sólo pueden contonearse gelatinosamente entre las sombras, en las noches sin luna, sin dar jamás la cara… Bestias que amenazan sin hombría, sin la valentía propia del verdadero hombre, sin argumentos para debatir o rebatir, que deben refugiarse en la carroña hedionda donde esconden el puñal, hipócritas, cobardes, rezanderos, que esperan al desprevenido enemigo, a ese ser mil veces superior a sus pestilentes mentes de atracadores fatuos, a ese ser que camina por las calles, por sus calles, con la frente en alto, con su familia, con sus amigos, con su gente feliz.

Y entonces, rata motorizada, rata inmunda, gusano enmascarado, solapado, anónimo prostituto sin moral que por 30 monedas malolientes, devaluadas monedas que avergonzarían hasta al mismo Iscariote, solapado menstruoso que ha salido de sus pútridas ayunas bebiendo la regla de su propia madre, ataca a ese príncipe de alma limpia, por detrás, por la espalda…

En la injusticia, toda patria desaparece…

2

Los últimos años de Bolívar fueron dolorosamente humillantes: la manera como lo trataron los leguleyos santanderistas y los mediocres politiqueros granadinos, cómo intentaron asaltarlo y asesinarlo, y pensar que esos mismos homicidas frustrados fueron los que fundaron después los partidos tradicionales de Colombia. Cómo lo sacaron de Bogotá entre insultos y escarnios, gritándole “¡Longanizo!”, para luego hacerlo llegar agónico a la única ciudad realista que quedaba en Colombia, mi patria chica, absolutamente solo, incomprendido, abandonado y paupérrimo. Tengo el orgullo secreto (que ahora hago público) de que en la Nave de la Epístola de la Catedral de Santa Marta, perteneciente a la familia Díaz-Granados, reposaron sus restos mortales.

3

¿De qué deberá arrepentirse el hombre? De ser intolerante, codicioso, de ampararse en las religiones para cometer toda clase de delitos e ignominias, de acomodar la palabra de Dios a sus intereses económicos y políticos, de contaminar el aire y acabar con millares de especies animales. Pero sobre todo deberá arrepentirse de ser el único animal que ataca y mata a su propia especie.

4

Hay un sector de la sociedad colombiana que resulta perverso, tenebroso y repugnante en su forma de ser y de pensar, en su maldad genética, alimentada en el odio sectario a la justicia social y a la equidad, es decir, alérgica a todo tipo o a toda forma de felicidad.

Es una maldad mediocre y gratuita. Mi maestro Jorge Zalamea, uno de los espíritus críticos más lúcidos de mi tiempo, lo resumió así, sabiamente:

No surge de los torbellinos de la pasión; no es valerosa; no tiene causa percibible para el criterio humano.

Se produce como un sudor maligno, como la baba que fluye de unos labios relajados, como la pus que forma grumos sobre una llaga, como el orín sobre el hierro, como el moho sobre la fruta olvidada, como la larva y la moscarda sobre el verdor de la podre.

Yerta como la cadaverina, amarga como la hez, fétida como el yezgo, la maldad mezquina no es cosa de hombres vivos, sino de hombres que están muertos sin saberlo.

5

Covacha de bufones

Los invisibles, los humillados ángeles ancestrales
de la añeja comarca, los abuelos oscuros
junto a abuelas inciertas a quienes las lluvias
ahogaron en los canales del olvido,
que vivieron edades sin memoria anteriores
al tiempo
de nuestro idioma que fue también el tiempo
de ensangrentadas cruces invasoras,
todos los que arrastraron sin culpa sus rodillas
bajo zipas, virreyes, repúblicos y monstruos
—millares y millares de estrellas seminales—,
observan, vigilantes, la historia repetida:
una tragicomedia que se muerde la cola.

Covacha de bufones y de cicatrices,
horno donde se cuecen coágulos y mentiras,
fábrica de lujurias en la miel del verdugo,
árbol de lágrimas sembrado por la usura:
en las noches se oyen gemir las almas rotas
que en el día se recomponen en silencios de
espanto.

Pero de esa sustancia de pájaros borrachos,
donde prevalecen la medrosa plegaria
y el cobarde ulular de los serviles,
se alimenta el ascenso de un alba poderosa
labrada en la fragancia de húmedas fundaciones
de patrias tutelares que fueron nuestra casa.

La Habana, 2002-Bogotá, 2016.

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