sábado, abril 20, 2024
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Por la paz, no acatar la reforma tributaria

Si el Estado no cumple con el acuerdo social y si sus instituciones persiguen objetivos inmorales y abusan de su autoridad para arrastrar consigo a personas que no los comparten, es preciso que cada ciudadano busque transformaciones

Foto: lukas.marek Kolumbie - 50 via photopin (license)
Foto: lukas.marek Kolumbie – 50 via photopin (license)

Jaime Villamil

Las confrontaciones alrededor de la negociación de paz del presidente Santos revelaron las inquietudes fundamentales de la historia política reciente. En la época del Frente Nacional, aunque no hubo mayores dificultades en términos de seguridad, se privilegió a las instancias militares en el control del orden público. Postura que conservaron los gobiernos de López Michelsen y de Turbay. Este último, a raíz de las acciones militares del M-19, endureció las penas por ese tipo de conductas y empoderó mucho más a los militares. No obstante, nunca llegó a mostrarse plenamente a favor de la solución armada y creó la primera Comisión de Paz.

Para 1982 entre el electorado prevalecía el ánimo de la negociación. Belisario Betancur fue elegido. Este le dio reconocimiento político a la guerrilla e implementó con ellos una tregua que sirvió para su expansión y fortalecimiento gracias a dineros del narcotráfico. El diálogo fracasó y el conflicto se escaló dejando el trágico episodio de la toma del Palacio de Justicia.

Durante los gobiernos de Barco y de Gaviria se dio el auge de los carteles del narcotráfico y del paramilitarismo. Barco desconoció que la guerrilla tuviese un apoyo popular y trazó una agenda de negociación con unos temas limitados que condujo a la desmovilización del M-19. Gaviria continuó con el mismo modelo de Barco, pero sus negociaciones con las FARC y el ELN en Caracas y en Tlaxcala no llegaron a ninguna conclusión.

Por su parte el gobierno de Samper quiso dar continuidad al proceso de paz pero las FARC no lo aceptaron por su cercanía con el narcotráfico. El fortalecimiento de la guerrilla se evidenció por las derrotas que sufrió el ejército colombiano. Pese a un mayor ambiente de inseguridad y un mayor número de actores, la voluntad de la mayoría de los colombianos siguió siendo la salida negociada. Las FARC manifestaron su voluntad de continuar el proceso de diálogo con Pastrana, a quien finalmente se eligió.

Pastrana recibió la ayuda del Plan Colombia con el que modernizó el aparato militar. Por su parte los paramilitares incrementaron el control territorial y las FARC, mediante una intensificación del conflicto, quisieron imponer una agenda de negociación bastante ambiciosa que incluía reforma agraria y cambio de modelo económico. Cuando Pastrana accedió a establecer la zona de despeje no obtuvo el apoyo de los militares, y tanto él como las FARC perdieron la favorabilidad de la opinión pública.

Con el descrédito en el que cayeron las negociaciones con las FARC y la lucha que estableció Estados Unidos contra el terrorismo a partir del derrumbe de las Torres Gemelas, la campaña electoral de 2002 tenía un ambiente dado para que apareciese una propuesta diferente a la del diálogo y la negociación que representaba Horacio Serpa. En ese momento surgió Álvaro Uribe, quien supo capitalizar el fracaso del proceso de paz de Andrés Pastrana, y el rechazo y miedo a las FARC que esta organización suscitó entre los colombianos.

El discurso de Uribe para el debate electoral de 2012 dejó en un segundo plano los temas económicos y sociales. Para él solucionar el tema de la violencia guerrillera era una condición para mejorar en los demás aspectos. Parte de este planteamiento resultaba cierto: las FARC habían pasado de dos mil integrantes en 1982 a 17 mil en el año 2000, y además se dedicaron a la extorsión, al secuestro y al narcotráfico. De modo que las FARC contribuyeron enormemente a la construcción del liderazgo de Uribe Vélez.

En el Plan Nacional de Desarrollo de su primer gobierno quedó plasmada esta visión: “La violencia ejercida por organizaciones criminales de diversa índole es el principal desafío que afronta Colombia. La sucesión de homicidios y secuestros, la repetición de actos terroristas y la profusión de negocios ilícitos se han convertido no sólo en un obstáculo para el crecimiento económico, sino también en una amenaza para la viabilidad de la Nación”.

Por medio de esta lógica fue fácil negar que la violencia fuera producto de la desigualdad social, con lo que se pudo rechazar el origen político de la guerrilla reduciéndola a un grupo criminal. Por tanto la posibilidad de una salida negociada al conflicto era escasa y entonces tomó fuerza la idea de derrotar militarmente a los “terroristas”.

La posición contraria a la de Uribe es que la paz se alcanza cuando se hayan removido las condiciones de pobreza y desigualdad que originan la violencia. En este sentido los gobiernos que no son favorables a la equidad contribuyen directamente a que el conflicto no se extinga. En la Asamblea Constituyente de 1991, con la participación de grupos desmovilizados de izquierda, se creó un nuevo consenso social basado en el enfoque de derechos. Que el Estado asuma una posición fuerte para garantizarlos es la base para construir una sociedad justa que reduce las posibilidades de los violentos. Sin embargo, varios artículos de la Constitución no se cumplen y muchas políticas adoptadas desde entonces no han logrado disminuir la pobreza y la concentración del ingreso.

“La producción de alimentos gozará de la especial protección del Estado”, asegura el artículo 65 de la Constitución Política. Pero la realidad muestra otra cosa: desde el 2001 se ha incrementado el déficit en la balanza de pagos del sector agrícola, es decir que importamos más alimentos para consumo propio que los que producimos. A esta situación contribuyen el alto costo de los fertilizantes que es controlado por pocos importadores, los compromisos desfavorables derivados de los Tratados de Libre Comercio, y la escasa inversión en vías terciarias, entre otras variables.

Los resultados son pobreza y alta concentración de tierras. En la zona rural la pobreza es el doble de la que se registra en la zona urbana. En el 2000 el coeficiente Gini de tenencia de tierras era 0.85, siendo Antioquia y Valle del Cauca los departamentos con mayor incidencia. Después de la era Uribe, donde se acentúo el fenómeno del desplazamiento violento, el Gini pasó a ser 0.9.

Para el presidente Santos el país alcanzó un gran logro en inclusión social con el aumento de la clase media: 32,6 millones de colombianos. Su acuerdo de paz sin duda es otro logro importante, sin embargo que simultáneamente se proponga una reforma tributaria contraria a los principios de equidad, eficiencia y progresividad del artículo 363 de la Constitución, deja dudas acerca de que la clase dirigente esté realmente interesada en solucionar el conflicto desde su raíz.

La propuesta le da importancia a impuestos regresivos como el IVA, amplia la base gravable en el impuesto de renta para ingresos mensuales desde $ 1’487.650 y adicionalmente incrementa las tarifas, pero reduce la de las personas jurídicas sin eliminar una extensa lista de beneficios tributarios. La reforma tributaria empeorará la desigualdad haciendo manifiesto que el Estado colombiano no cumple con su función de buscar el bienestar general, sino que por el contrario sirve a unos pocos intereses privados.

Desafortunadamente esta es una tendencia mundial que termina por darle mayor valor a la riqueza financiera que a la solución de los problemas sociales y ambientales. Desde 2008 Estados Unidos gastó 8,15 trillones de dólares en su rescate al sistema financiero. De acuerdo con cálculos de Manfred Max Neef, este dinero hubiera eliminado la desnutrición en el mundo por 270 años. Igual ocurre en Colombia donde el Fosyga (fondo que administra los recursos de atención en salud) cuenta con 26 billones de pesos, mientras que el Fogafin dispone de 340 billones de pesos para proteger el ahorro en el sistema financiero.

Tanto Uribe como Santos subrayaron la importancia del sector minero y petrolero para el crecimiento económico del país. Sin embargo en la época de Uribe el país creció por debajo del ritmo de América Latina, y en el segundo gobierno de Santos la economía experimenta desaceleración y un grueso déficit presupuestal explicado por el descenso del precio del crudo. De otro lado los resultados sociales y ambientales son lamentables.

Los delitos sexuales aumentan, los grupos ilegales aparecen, y las tasas de homicidios se duplican en aquellas zonas en las que asientan las actividades mineras. Sus habitantes registran más de 10 veces los niveles de mercurio que un cuerpo humano debe tener de acuerdo con la OMS, y los ríos como el Sambingo desaparecen o están contaminados además de mercurio con ACPM y cianuro (cada año se vierten 200 toneladas de mercurio a los ríos). El resultado final son zonas más pobres que no tienen peces para comer y donde aparecen enfermedades neurológicas como la de Minamata.

Estas situaciones generan indignación y son inaceptables pero muchas personas no son conscientes de sus derechos y no los exigen. Abundan los ciudadanos que se someten a sistemas injustos que atentan contra altos valores espirituales, humanistas y democráticos. El caso más nefasto es el juicio a Adolf Eichman. No solo no admitió ninguna responsabilidad en el exterminio de millones de judíos sino que se justificó argumentando que hizo lo correcto porque siguió a cabalidad las órdenes de la cúpula nazi.

El psicólogo social Stanley Milgram, después de varios experimentos sociales, validó la hipótesis de que “no se necesita una persona mala para servir en un mal sistema sino que la gente se integra fácilmente en sistemas malévolos”. Por tanto es importante que, si el Estado no cumple con el acuerdo social y si sus instituciones persiguen objetivos inmorales y abusan de su autoridad para arrastrar consigo a personas que no los comparten, es preciso que cada ciudadano busque transformaciones como las que propone Gandhi: “Cuando una ley es injusta lo correcto es desobedecerla”.

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