viernes, marzo 29, 2024
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José Luis Díaz-Granados: “El hechicero”

Nació en Santa Marta (Colombia), en 1946. Vive en Bogotá. Poeta, novelista, periodista y catedrático universitario. Fue comentarista bibliográfico de El Tiempo de Bogotá durante 20 años. Viajó por la URSS, Europa Oriental y Cuba. Ha sido: jefe de Divulgación del DANE, asesor del Contralor de Bogotá, miembro del Consejo Asesor para la Profesionalización del Artista Colombiano, presidente de la Casa Colombiana de Solidaridad con los Pueblos, de la Unión Nacional de Escritores, del Instituto Cultural León Tolstoi y de la Cátedra de Periodismo Latinoamericano “Gregorio Sélser” del Instituto Internacional de Periodismo José Martí de La Habana (Cuba).

Su poesía está reunida en los libros El laberinto (1968-1984) y La fiesta perpetua. Obra poética, 1962-2002 (2003). Su novela Las puertas del infierno (1985), fue finalista del Premio Rómulo Gallegos. Obtuvo el Premio de Poesía “Carabela” (Barcelona, España, 1968), Premio Nacional de Periodismo “Simón Bolívar” (1990), Orden Civil al Mérito “José Acevedo y Gómez” (Cruz de Oro, 1998), Medalla de la Amistad del Consejo de Estado de Cuba (2001) y Medalla de Honor Presidencial “Centenario Pablo Neruda” (Gobierno de Chile, 2004).

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Espía

Hay alguien espiando a través de mis cortinas,
por el cerrojo de mi angosta puerta,
detrás de la ventana, detrás del árbol viejo,
sobre el techo, bajo las tablas de mi alcoba
hay alguien que me espía, que devora mis lápices
pero también mis sueños, hay alguien que me quiere
y no me quiere. Alguien espiando muerde mi desdicha.

Hace mucho tiempo he venido sintiendo esa presencia
y ya me he ido acostumbrando a su pesada sombra.
Me acompaña a la mesa, me prepara los tintos,
bebe a mi lado, duerme, me desvela,
y desde ahora conoce todos mis secretos.

Alguien que me espía está escribiendo estas líneas.

El hechicero

La vida durante medio siglo fue una calle
de Palermo, en Bogotá la andina, mi ciudad,
entre libros y libros y libros propios e impropios
y los espejismos del aguardiente “Néctar”,
entre el olor a yerbas de las putas de la 13
y la vergüenza tibia de no saber quién era.

¡Diablo de dioses!, he sido sopa de pan deforme,
diluvio de limones, caminante de rutas sin sentido,
navegante de cenagales y de cabelleras fatigadas,
espectador de circos insurrectos, de guerras apacibles,
cuerpo anudado de gritos, delirios y ciclones ebrios,
gigante de zozobras, encarcelado en la inocencia,
macho feo y obsceno, borracho sedicioso y oxidado,
hechicero babeante de ásperos conjuros,
inspector de chirridos, de aullidos y de escorrentías.

Rey ceniciento, de la mierda pura me levanto,
cagado y coronado, con himnos y detritus
podrido y sonriente trato de encontrar en la lejanía
aquella vieja calle de Palermo que extraña mi ánima.

Alba

Para mi loca vida, al mediodía,
un día más día que todos, el sol regó la lluvia
y el alba al mediodía aún era alba,
más sutil que un minuto transparente
y más minuto que un océano eterno.

Cisterna pura donde cabe mi ser entero,
mar de rocío que me acaricia incesante,
patria perenne de mi corazón,
jaula donde descansa para siempre mi alma.

Alba-luz, alba-sol, alba-marina,
alba-día, alba-siempre, alba-del-alma,
alba-hoy, alba-azul, alba-de-julio,
alba-amor, alba-esposa, alba-dormida,
alba-verso, alba-única, alba-mía.

Navío, vasija, cueva, balandra de mis sueños,
gaveta donde guardo todos mis pensamientos,
cofre donde se esconde mi sonrisa,
donde moran mis ansias y mis recuerdos.

Alba, norte presente, norte eterno,
carne mía, mi sombra, mi gemela,
mi compañera loca, mi pulsera,
mi mágico aposento, mi pequeño castillo,
donde habita el amor…

“Las palabras”

El niño Sartre me enseñó su parábola
Una noche, a través de millares
De piedrecitas plateadas.

No cabía en mi cuerpo de diecisiete años
Tanto júbilo claro y oscuro y culminante.

Cada palabra de Las palabras era una piedra
De plata, pero también una gota de lluvia,
Una brasa en la nieve y una uva.

Al amanecer, estaba embriagado de campanas.

La aguacatera

En una de las más bellas esquinas de Chapinero,
solitaria, una mujer madura vende aguacates,
tiene el cabello largo, rubio de agua oxigenada,
la piel del rostro gastada, llena de colorete,
los ojos inyectados de malestar hepático
y una dulce sonrisa que abre todos los cielos.

Durante años me gustaba mirarla extasiado.
Cuando se percató sintió miedo o fastidio.
Me confundiría, quizás, con algún funcionario
o con algún puritano que asqueado la observaba.
No la volví a mirar a los ojos, no volví nunca
a pasar junto a ella; sólo sueños, de lejos…

Ayer, después de largos meses y marginales días,
al tropezar con ella se iluminó su rostro,
nos miramos un rato, sonrió, y hubo sol en la noche.

Instantáneas de Jorge Gaitán Durán

Años sesenta, un día, una mañana.
Gaitán Durán, amable, me indicó que Gonzalo
González, el director del suplemento,
Estaba por llegar. Siéntese, espérelo…

No sabía él que yo conocía Amantes,
Su mejor libro, y que había jurado
Dejarme barba, como él, cuando fuera mayor,
Y ser viajero del mundo, como él,
Revelador de Sade y de asombros perdidos.

Lo vi, noches después, en la librería
La Gran Colombia, de pie, recostado
Sobre estantes con libros que alumbraban
La estancia, indiferente, hojeando un tomo
De poesías de Quevedo, mientras discutían
Estanislao Zuleta y el psiquiatra Socarrás.

Lo vi una tarde en la Biblioteca Nacional,
Con una joven rubia. Lo vi después
Con otra muchachita en una exposición.

Lo vi junto a Eduardo Cote y Alejandro Obregón
En el Teatro “El Búho”, callado y expectante,
Rojo, sonriente y contenido, frente a una riña
De brasas de todos los colores verbales
Entre Marta Traba y Oswaldo Guayasamín.

Y lo vi un mediodía caminando de prisa
Por la Carrera Séptima, con su gabán azul
Y unas gafas oscuras pequeñas y cuadradas.
Iba con su elegancia descuidada
Repartiendo fulgores invisibles.

Era el emperador de la poesía. Era el rey,
Era el as, era el relámpago
De la eternidad cruzando la ciudad.

Meses después, un día, una tarde,
Manuel, mi hermano, trémulo, agitado,
Me informó que el rey había caído
De una nave sin dios al mar eterno.

En ese instante helado también murió mi infancia.

Poema cero

Hay hombres que cazan lagartijas con una mano podrida.
Hay hombres que beben miel en el mar para calmar la sed.
Hay quienes se ocultan en la transparencia para defecar.
Hay hombres que duermen en el fango para ver crecer los helechos.
Hay quienes no salen de su casa para poder viajar.
Hay hombres que no aman por temor a naufragar en alma ajena.
Hay hombres sin patria que padecen la despierta pesadilla de la suya.
Y hay quienes cantan en silencio desde el escondite de su tedio.

Fuente: Poetas Colombianos

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