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Historia como para no mostrar: Presidentes de EE.UU. asesinados

No fueron asesinos solitarios o desquiciados mentales que actuaron por su cuenta, todos tuvieron un resorte político que los movió a apretar el gatillo contra hombres que, con sus victorias electorales propiciaron a su vez poderes e intereses.

Abraham Lincoln, (1809-1866).
Abraham Lincoln, (1809-1866).

Libardo Muñoz

De los ocho presidentes de los Estados Unidos que hasta nuestros días murieron en el ejercicio del cargo, cuatro fueron asesinados a balazos, atacados por contradictores y conspiradores, disgustados con sus actos de gobierno.

Los otros cuatro presidentes que salieron de la Casa Blanca en ataúdes, sucumbieron a enfermedades como la gastroenteritis o la neumonía, a consecuencia del viento gélido que cubrió a Washington el día de su posesión.

La lista de presidentes de EE.UU. acribillados a tiros, la encabeza Abraham Lincoln, (1809-1866) ganador de las elecciones en 1860 y reelegido en 1864, por el Partido Republicano.

El 2 de abril de 1865, el actor John Wilkes Booth, sureño resentido, le pegó un tiro a Lincoln, cuando el presidente asistía a una obra teatral. Wilkes logró burlar la seguridad del palco presidencial y disparó casi a quemarropa al cráneo de Lincoln, quien sobrevivió algunas horas hasta la mañana siguiente.

El Presidente James Garfield, también republicano, es el segundo de la lista de asesinados, se posesionó en 1881, duró seis meses 15 días en el cargo pues el 19 de septiembre de ese año, un hombre desempleado llamado Charles Gusteau, le disparó un balazo y lo mató ante un grupo de despavoridos que lo rodeaban.

William Mc Kinley, otro Presidente republicano de los EEUU, cayó muerto bajo los tiros de un anarquista identificado como León Gzolgosz, cuando asistía a la Exposición Panamericana de Buffalo, en 1901.

La muerte de Mc Kinley permitió al vicepresidente Theodore Roosevelt asumir el cargo de presidente, en las circunstancias contradictorias y confusas imaginables y rodeados de sospechas nunca aclaradas.

El primer atentado

En caso de muerte o incapacidad total el Presidente de EE.UU. puede ser reemplazado así: por el vicepresidente, por el presidente de la Cámara de Representantes. Por el Presidente provisional del Senado, por el Secretario de Estado, por el Secretario del Tesoro, por el Secretario de Defensa o por el Fiscal General.

Pero en enero 30 de 1835, se produjo el primer atentado a balazos contra un presidente de EE.UU., Andrew Jackson (1767 1845) sólo que este apenas sufrió el susto y no tuvo un rasguño.

Sin embargo, mucho antes de ser presidente, Jackson se batió en duelo por una disputa de tierra y caballos el 30 de mayo de 1806, con el duelista Charles Dickinson, en Tennessee. Dickinson disparó primero, la bala sólo hirió al futuro presidente, quien mató a su oponente, ante dos asombrados padrinos en un bosque despoblado.

La racha de presidentes republicanos asesinados se interrumpió el 22 de noviembre de 1963, cuando John F. Kennedy, del Partido Demócrata, cayó con el cráneo destrozado a tiros en Dallas, Texas, una madriguera de la derecha que desde el primer día de los hechos, creó un mar de conjeturas, de confusiones y asesinatos, incluyendo el del presunto autor del disparo, un ex infante de marina llamado Lee Harvey Oswald, casado con una mujer de origen ruso, un chivo expiatorio perfecto para atribuirle el magnicidio a un “complot soviético”.

Por causas naturales murieron en el ejercicio del cargo de presidentes de EE.UU. William Harrison, el 4 de abril de 1841, el primero de la lista, víctima de una terrible neumonía, Zachary Taylor, murió el 9 de julio de 1850 por gastroenteritis, Warren Harding, rodó por las escaleras el 2 de agosto de 1923 fulminado por un infarto y Franklin D. Roosevelt, por hemorragia cerebral.

El asesinato de cuatro presidentes en el desempeño del cargo no es un historial del que se pueda sentir orgulloso ningún país. Son una sucesión de magnicidios que de una u otra forma, causaron daño a una democracia que, como la de los EE.UU., siempre se nos ha querido mostrar como un ejemplo. Estos asesinatos demuestran de manera palmaria que el magnicidio está en el presupuesto de los círculos del poder y la ambición de intereses no confesados que se le ocultan al propio elector.

No fueron asesinos solitarios o desquiciados mentales que actuaron por su cuenta, todos tuvieron un resorte político que los movió a apretar el gatillo contra hombres que, con sus victorias electorales propiciaron a su vez poderes e intereses.

Estados Unidos, la mayor potencia militar y financiera de hoy, con bases militares en todo el mundo, que promueve golpes de Estado, que tortura prisioneros en bases secretas, que se jacta de tener una red de seguridad nacional inexpugnable, no pudo, históricamente, evitar el asesinato de cuatro de sus presidentes, en hechos ocurridos en diferentes períodos de una historia que se mantiene oculta.

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