jueves, marzo 28, 2024
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Gabo y el oficio de escritor

Gabo estableció una severa autodisciplina con la que logró “las virtudes de concisión y transparencia de estilo”. Siempre escribió en la mañana donde quiera que se encontrara. Esa disciplina y esa búsqueda de la perfección lo llevaron a a la genialidad literaria.

José Luis Díaz-Granados
Especial para VOZ

El sistema utilizado por los escritores para elaborar su obra resulta tan particular como el artista mismo. Hay, sin embargo, coincidencias contundentes en cuanto a la disciplina observada en los novelistas por razones no solamente de rendimiento sino de amor a su oficio. En el caso de Gabriel García Márquez, esta disciplina fue siempre el sello de su fecunda vida literaria, aunque no siempre se haya efectuado de una misma manera.

Desde los tiempos en que era reportero en Cartagena y luego en Barranquilla, el joven escritor buscaba afanosamente exorcizar sus demonios narrativos y para ello se aislaba en las noches, cuando los empleados del diario se marchaban para sus casas, y borroneaba sin descanso decenas de cuartillas de papel periódico, hasta que, extenuado en la madrugada, se quedaba dormido sobre las teclas del linotipo.

A principios de la década del 50, Gabo escribía de noche, obsedido por insertar en un interminable libro intitulado La casa todas las vivencias de su infancia, sumadas a la brevísima experiencia en la escritura de cuentos y crónicas y la escasa pero sólida cultura que había adquirido hasta entonces.

En esa colcha de retazos que sus amigos de Barranquilla denominaban “el mamotreto”, Gabo quería ensartar todo, pues pensaba que nunca más volvería a escribir una novela, pero luego de visitar con su madre su Aracataca natal, destruyó aquel libro obeso y artificioso y a través de una secreta disciplina, mientras le hacía trampas a la vida bohemia y al trabajo alimenticio en El Heraldo, escribió La hojarasca, el primer pilar de su gloria.

En París, cuando quedó cesante como corresponsal de El Espectador luego de haber sido clausurado por la dictadura de Rojas Pinilla, se vio obligado a permanecer encerrado mucho tiempo en su buhardilla invernal, sin un centavo, fumando sin sosiego. En esa forzosa cautividad escribió El coronel no tiene quien le escriba. Entre 1959 y 1960 culminó su novela La mala hora, robándole horas al sueño, al descanso y a su trabajo en Prensa Latina, “con verdadera furia, desde que oscurecía hasta el amanecer”, como dijo alguna vez Mario Vargas Llosa.

En los cinco primeros años de la década del sesenta vivió en su refugio mexicano “el infierno exquisito de la esterilidad” y se dedicó a escribir guiones, textos publicitarios, algunos cuentos y poco periodismo, hasta el día luminoso en que camino de Acapulco sintió el rayo que lo cegaba y al mismo tiempo le revelaba su próximo destino. Dio un timonazo y devolvió el carro donde iba de vacaciones con Mercedes y sus hijos y se encerró en su casa de la Calle de la Loma durante dieciocho meses en los que después de haber renunciado a todos sus trabajos, con disciplina de cartujo, escribió Cien años de soledad.

Cuando Gabo decidió trasladarse a Barcelona, le puso orden definitivo a sus costumbres creadoras y desafiando el asedio constante de periodistas e intrusos, estableció entre nueve de la mañana y dos de la tarde, una severa autodisciplina con la que logró “las virtudes de concisión y transparencia de estilo” de El otoño del patriarca.

En adelante, se las arregló para no alterar jamás su disciplina férrea de escritor. Vivió largas temporadas, por diferentes circunstancias, en México D.F., Bogotá, París, Barcelona, Cartagena y La Habana –donde creó con el apoyo de su amigo entrañable el Comandante Fidel Castro, la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano-, pero siempre escribió sus cuentos, crónicas y novelas en las horas de la mañana donde quiera que se encontrara. Esa disciplina y esa búsqueda de la perfección -en opinión autorizada de su hermano Jaime-, llevaron a Gabriel García Márquez de manera inexorable a la genialidad literaria.

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