miércoles, abril 24, 2024
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Fumo luego existo

Recordando a Gonzalo Arango en Bojayá

El poeta Gonzalo Arango, navegando en el Atrato
El poeta Gonzalo Arango, navegando en el Atrato

Armando Orozco Tovar

Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar…
Jorge Manrique

Iba fumando río abajo en la chalupa con motor fuera de borda. El Atrato estaba enorme y manso, como dice el poema de Carlos Mazo, aquel poeta de Andes (Antioquia), maestro de escuela varios años en Quibdó, donde falleció.

Gonzalo Arango era del mismo pueblo católico y godo del docente. De una religiosidad como la mayoría del departamento. Creencia a la que el poeta no escaparía como del alcohol el autor del “Canto al Atrato” y “Las canas de mi madre”, poemas de este libro para mí extraviado pero no de la memoria estos dos textos. Tenía la pasta negra y verde pero no recuerdo su editorial. Estaba el volumen en la pequeña biblioteca de mi padre de la época en que leía libros, porque cuando se volvió gerente no volvió con constancia a hacerlo. Aunque alguna vez descubrí sobre su cama Lolita de Nabokov. Los gerentes, por no tener tiempo, sólo leen revistas y periódicos.

El libro de los poemas de Carlos Mazo estaba con otros en el estante, entre los que se distinguían “Los paraísos artificiales” de Charles Baudelaire, que intenté leer con mis catorce años sin lograrlo. Tenía en el anaquel la colección del Banco Popular, cuando al capital financiero no sólo le interesaba la usura. Se los daba su amigo, funcionario de la institución, Hugo Salazar Valdez, el poeta negro de “A toda voz”… Otro olvidado de la cultura colombiana.

La chalupa avanzaba sobre la corriente “aletargada como un gran león adormecido y manso…” descrita en el poema de Mazo. Iba con el poeta nadaísta que, como buen paisa, no sabía nadar ni bailaba… Pero sí orar a sus dioses paganos. Oraciones aprendidas en su infancia, porque luego en el Liceo de la Universidad de Antioquia se volvió ateo como pose intelectual leyendo al poeta maldito de París y a su seguidor Arthurd Rimbaud, de quien copió su desenfado sentando en sus rodillas a la belleza.

Íbamos hacia Bojayá, la población bombardeada muchos años después muriendo en ella dentro de su iglesia niños y adultos, cuando se ocultaban de las garras de la guerra, donde no estaba Dios. Me imagino que, de vivir más el poeta, habría hecho un poema o crónica recordando a Bojayá, que ya hace parte de la enorme lista de niños colombianos asesinados.

El poeta no dejó en el trayecto de fumar su Pielroja. El que en veces se le humedecía entre sus dedos amarillos. Tiempo después, en Bogotá, publicó otro Manifiesto Nadaísta: “Fumo luego existo”, dedicándomelo cuando nos volvimos a ver en la carrera séptima. Esa vez iba de prisa a dejar su columna al periódico El Tiempo, porque la de Cromos ya la había entregado.

Quedaba atrás aquel lejano día de abril en que, invitados por el arquitecto René Orozco Echeverry, fuimos a Bojayá, la población situada sobre una de las márgenes del río Atrato, donde él revisaría algunas escuelas en construcción. Cuando arribamos, la playa estaba repleta de indígenas, dando la impresión que esperaban a un nuevo Colón. Pero sólo salían al encuentro, sin saberlo, del famoso escritor.

Eran un montón de hombres, mujeres, niños y ancianos, engalanados con plumas y monedas, pintarrajeados con achiote, que les servía de adorno y protección contra los insectos. Los varones se hallaban vestidos con taparrabos y las hembras con parumas. Cubriéndose el cuerpo de la cintura para abajo dejando los senos al aire. Esto ocurría antes de que los curas les prohibieran mostrar en público las tetas.

Gonzalo Arango y todos quedamos encantados con el espectáculo. Y lo primero que hizo al bajarse de la lancha fue intentar hacerle un peinado moderno a una de la cholas, que de inmediato coqueta lo aceptó sentándose en una butaca de cuero. Tenía el cabello brillante, grueso y negro con textura, envidiada por muchas mujeres acostumbradas a las mejores marcas de champú.

Al fondo de la plaza de Bojayá estaba la iglesia. Hoy monumento contra la violencia. Debía salir en postales como las hechas a Lídice, la población checa donde los nazis asaron vivos, también dentro de un templo, a más de un niño. Aquel día los emberas salieron de sus tambos en las cabeceras de los ríos porque un político tradicional los convocó para darles una fiesta y regalos si votaban por él. Cosa que nunca ocurrió.

Nunca supe si Gonzalo Arango escribió algo sobre esta visita a la mártir población chocoana. Lo que sí sé es que hizo una crónica titulada: “Chocó, amor en blanco y negro”, publicada en Cromos con fotos sin crédito del arquitecto.

Según me dijo esa vez camino a El Tiempo, pensaba escribir una novela con el mismo título. Obra que se quedó en el humo del cigarrillo, cuando un disimulado golpe de aire lo derribó, como a una mariposa en mitad del río.

Al poeta nadaísta Elmo Valencia

Alegría de Pío. 2/26/15/ 8:15 a.m

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