viernes, marzo 29, 2024
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Columna libre: ¿Oficializar la pena de muerte?

El general Palomino parece desconocer que el delito es de naturaleza creciente en la medida en que aumentan las desigualdades sociales. También ignora las inmensas limitaciones de nuestros sistemas judicial y carcelario. Institucionalizar la pena de muerte no salva a nadie de sus remordimientos.

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Rodrigo López Oviedo

No sé si las declaraciones del general Rodolfo Palomino riñan con su condición de comandante de un organismo como la Policía Nacional que supuestamente no es deliberante. Considero que sí, pero prefiero referirme a la esencia de su declaración, pues de ella infiero el deseo de ciertos funcionarios oficiales (de las Fuerzas Armadas y de Policía, por ejemplo) que quisieran poner su conciencia en paz, ante los remordimientos causados por su proclividad a “actos del servicio” de los que han resultado “falsos positivos” y otros crímenes contra quienes, por disposición de nuestro ordenamiento constitucional y legal, deberían ser rendidos, aprehendidos y sometidos a los rituales de la justicia, no importa lo imperfecta que esta sea.

El general Palomino, muy bueno para las cámaras, debería ser postulado como el mejor reportero del mundo, así como otro de nuestros generales fue reconocido como el mejor policía. Se le haría un merecido honor, pues no hay noticia de crónica roja en la que sus elegantes bigotes no aparezcan en pantalla. Pero en cosa de normatividad legal, no le iría tan bien, y no solo porque se esté metiendo en un tema de por sí controvertido, como es este de la pena capital, sino porque parece desconocer el sustento social sobre el que debe descansar toda disposición penal.

En primer lugar, parece desconocer que el delito es de naturaleza creciente en la medida en que aumentan las desigualdades sociales. En este ambiente, no hay pena de muerte que disuada a persona alguna que, por tener que trabajar con salarios de miseria para enriquecer a quienes ya son ricos, o por pertenecer al ejército de reserva laboral llamado desempleo, no pueda superar la angustia de no poder satisfacer sus necesidades básicas y las de los suyos. Y si bien la pena de muerte evita la reincidencia del penalizado, no impide la aparición de nuevos candidatos a la cicuta si persisten las mismas circunstancias de miseria.

También ignora el general las inmensas limitaciones de nuestros sistemas judicial y carcelario. ¿Cuántas personas están hacinadas en las cárceles esperando que se les defina su situación? ¿Cuál es el promedio de duración de esas esperas? ¿A cuántos se les penalizará injustamente? ¿Cuántos podrán controvertir su sentencia y ganar mediante el recurso de apelación? ¿Cuánto le costarán al Estado las correspondientes indemnizaciones? Y lo que es peor: ¿Cuántos inocentes no podrán pagar un abogado para obtener una verdadera justicia? ¿No constituye todo esto una total discriminación contra los más pobres?

El general Palomino debería meditar sobre todos estos aspectos. Institucionalizar la pena de muerte no salva a nadie de sus remordimientos. Los profundiza.

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