viernes, marzo 29, 2024
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Atención médica en cuidados intensivos en Colombia

Así se maneja a los pacientes en el capitalismo por aquellos que cada cuatro años elegimos sin saber su procelosa existencia. Lo grave es que mientras sigamos votando por los candidatos que no son de nuestra clase social, todo seguirá empeorando.

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Nelson Lombana Silva

Terrible susto tuvimos ayer cuando después de las diez de la mañana nuestra primogénita que brisa por los quince años se desmayó al abandonar el excusado de la casa. Hicimos lo elemental: Llevarla de urgencia al hospital regional Federico Lleras Acosta. La primera gran desilusión: El sitio atiborrado de pacientes esperando turno. El celador nos atendió bien. Pasamos inmediatamente a recepción: Un joven nos atendió y después de indagar e indagar, nos señaló al fondo: “Espere que la llamen”, dijo sin inmutarse.

Era un pequeño y angosto zaguán con asientos plásticos azul. Un joven protestaba, un anciano lo recriminaba: “No se amargue, usted es joven”, le decía de distintas maneras. El energúmeno joven sin camisa lo miró de reojo, respondiendo: “Nadie tiene por qué meterse en la vida de los demás”. Se incorporó y fue al otro extremo vociferando, mientras su madre intentaba calmarlo.

El sol radiante quemaba, el firmamento cerúleo era imponente. “Tengo mucho calor”, dijo la paciente vecina subiendo los pies y colocándolos contra la pared. El tiempo pasaba y la espera comenzaba a tornarse eterna. Intentábamos mitigar el dolor de la primogénita conversando sobre diversos temas. “Este hospital lo quiere privatizar el gobierno”, le dije. La adolescente me miró con sus ojos tristes, como expresando cierto rechazo. Sin embargo, no dijo nada sobre el particular. Dijo otras cosas, recostándose contra mi hombro izquierdo.

El reloj seguía su marcha inexorable. Camillas que entraban y salían. “Mire –le dije– hay seis consultorios y solo como que está atendiendo un solo médico, lo curioso es que nosotros nos vamos contra el médico y no contra el gobierno que es el responsable”. Ella sonrió levemente. Suspiró y me dijo: “Papi, tengo mucho dolor de cabeza”. La miré impotente y controlando ésta y la frustración, solo atiné a animarla. “Ánimo” –le dije– mirando a través del ventanal el arribo de más pacientes. Había pasado las dos horas largas de permanecer allí, cuando las alarmas fueron prendidas: “Papi –me dijo– me quiero desmayar de nuevo”.

La recosté contra el espaldar del asiento y volví a la recepción, comunicándole al mismo joven la novedad. Me miró con ojos impotentes: “Toque en el consultorio 1”, dijo inseguro. Lo hice en tres o cuatro oportunidades y no hubo respuesta.

Cuando salió el paciente me paré frente a la entrada del consultorio, la médica me miró ofuscada. “¿Usted era el que estaba tocando?”. “Sí, doctora”, le dije, y le conté mi drama en menos de un minuto, mientras la paciente del turno se acomodaba en una silla plástica de color azul, pidiéndole disculpas en varias ocasiones. “¿A qué EPS pertenece?”. Me dijo mirando la pantalla del computador. “A la Nueva EPS”, contesté sin rodeos. “Esa EPS no tiene contrato con el hospital. Ahora le explico”, dijo cerrando el consultorio.

Una hora después se escuchó el nombre de la primogénita retumbar al interior de este consultorio. Le tomó los signos vitales, después de recibir de una agradecida paciente un trozo de natilla y dos buñuelos. “¿Cómo va la recuperación del hospital?”, pregunté. “Bien, bien, el gerente quiere sacarlo de la crisis”, contestó. Era una doctora bajita, ancha y sonriente. “Hay que salvar el hospital de la privatización”, le dije. Sonrió. Sin embargo, no dijo nada.

La estadía fue breve. “No tiene problema, ya le revisé los signos vitales. Sin embargo, la mando para la clínica Tolima. Tiene síntomas de tener el chikunguña. Almuercen porque allá los demoran un ratico”. “¿Cuál es su nombre, doctora?”, le dije. Me miró extrañada. No muy segura, me dijo: “Miryam Consuelo González Méndez, es mi nombre para bien o para mal”. No respondí. Salimos una vez nos despedimos dando las gracias.

Almorzamos a medias. Nos encaminamos a la clínica Tolima. Sol espléndido y calles solitarias. Llegamos rápido. ¡Qué mundo de pacientes! Un celador atento, educado, pero franco. “La cola viene allá”, dijo. Por lo menos cien personas por delante y pacientes seguían llegando. “Así se maneja la salud en Colombia”, le dije a través de la reja metálica. El celador apoyó la idea y abrimos un interesante intercambio de opiniones. “Los responsables del caos son los mismos que ahora salen de sus madrigueras a ofrecer el oro y el moro”, insistí con cierta indignación. “El pueblo es masoquista y vota por los mismos”, dijo.

“Esto no tiene salvación”, interrumpió un paciente joven. Lo miré y le contesté: “Sí tiene solución, solo el día que el pueblo se una y asuma una posición crítica y consecuente”. “Es muy difícil”, nos dijo. “Es cierto, pero no imposible”, insistí.

El celador insistió: “El señor Uribe fue el ponente de la ley 100 de 1993, es el directo responsable del caos, sin embargo, el pueblo lo eligió dos períodos para presidente y sigue votando por él”. “Esta sucia oligarquía tiene atontado a ese pueblo que apoya a ese neofascista todavía. Sin embargo, el pueblo lucha por organizarse. Hay propuestas de unidad: el Partido Comunista, la Marcha Patriótica, la Unión Patriótica, etc. Un día de estos todos nos uniremos y cambiaremos este régimen”, les dije con fuerza colocando las dos manos sobre los barrotes de la puerta metálica.

El paciente se mostró pesimista. “Es muy difícil –dijo– porque la persona que quiere hacer por el pueblo lo matan”. Recordamos al general Rafael Uribe Uribe quien fue asesinado a pura hacha entrando al palacio de Nariño; a Jorge Eliécer Gaitán, Pizarro Leongómez, Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo Ossa y el mismo Luis Carlos Galán Sarmiento. “Esta es una oligarquía criminal, pero no invencible”, les dije.

“Entre”, me dijo el celador. Seguramente había pasado unos 20 minutos. En la pequeña salita, totalmente atiborrada de pacientes de todas las edades, permanecimos más de hora y media. Al fin fue anunciado el nombre de mi retoño. Cruzamos la estrecha puerta metálica. Otra hilera de enfermos tirados en camillas. El médico, joven, grueso y alto nos señaló su consultorio. Miró la remisión. Escribió en el computador. Revisó rápidamente a la paciente. “Puede ser dengue o la enfermedad de moda”, dijo.

Siguió escribiendo y hablando: “Voy a darle dos sellos de acetaminofén, usted compra el suero y se toma un cuadro hemático y me lo trae”, dijo saliendo de la oficina. Cruzamos un largo corredor estrecho, una rampa y llegamos a la farmacia. Tenía la esperanza de que hubiera escuchado mal la cantidad de los medicamentos. Una espera breve, pero al fin espera. “Firme acá con número de cédula”, me dijo el funcionario. Una breve espera y la entrega: Dos tabletas de acetaminofén. Nos miramos con la paciente y reímos. “Casi todo el día para reclamar dos tabletas de acetaminofén que valen $500 pesos bien pagas”, le dije.

Fuimos a la toma del cuadro hemático. Recorrimos el estrecho y retorcido túnel hasta encontrar la oficina buscada. Una mujer veterana nos atendió. Fue amable. La niña lloró. Le tiene miedo a la jeringa. “Los resultados estarán en una hora”, dijo. Esperamos. Hablamos de diversos temas. “Ya quisiera entrar a estudiar”, me dijo. Eso me alegró. “La mejor herencia que el padre le puede dejar a sus hijos es la educación, el saber, sobre todo un saber crítico”, le dije.

Fui al excusado. A la hora exacta nos arrimamos a la ventanilla y la respuesta fue negativa. Diez minutos después de lo presupuestado nos entregaron los resultados. Regresamos al despacho del doctor Hernán Gómez. Esperamos. Salió y nos dijo: “Esperen”. Otra espera. Nos llamó al fin y nos dio la lectura de los resultados: “Todo está bien”, dijo. Agregó: “Tiene síntoma de la chikunguña, pero le voy a dar una serie de tabletas de acetaminofén y usted compre suero y reposo”.

Conclusión: Salimos pasadas las cinco de la tarde. Todo el día para atender una urgencia. Así se maneja a los pacientes en el capitalismo por aquellos que cada cuatro años elegimos sin saber su procelosa existencia. Lo grave es que mientras sigamos votando por los candidatos que no son de nuestra clase social, todo seguirá empeorando. La única esperanza está en votar por la izquierda, por los candidatos de nuestra propia clase social.

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