jueves, abril 25, 2024
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Ante la renuncia de Benedicto XVI: La Iglesia que queremos

La lucha por la sucesión en el trono del representante de Pedro en el Vaticano ha puesto en evidencia divisiones, rencillas y serias contradicciones en la cúpula de la Iglesia católica. Sectores democráticos del clero dicen que es hora de redireccionar el compromiso eclesial con los pobres de la tierra

Benedicto XVI.
Benedicto XVI.

Alberto Acevedo

“Me faltan fuerzas para seguir”, dijo el papa Benedicto XVI en una homilía ante un grupo de fieles, en un mensaje, aparentemente sorpresivo, con el que comunicó al mundo su decisión de abdicar a su misión pontificia como máximo jerarca de la Iglesia católica, y abandonar el cargo definitivamente a partir del próximo 28 de febrero.

La noticia cundió como reguero de pólvora. Y de inmediato comenzaron las especulaciones. “Nadie abdica al poder, y menos cuando se tiene plenamente”, dijo un experto en temas vaticanos. Si en algo se ha distinguido el actual pontífice es por su terquedad para emprender sus objetivos. Fuerza y lucidez tiene. Otros antecesores suyos, permanecieron en el cargo en condiciones de salud aun más deterioradas, si de eso se trata.

Para lo que probablemente no tenga fuerzas es para enfrentar los bloques de poder que se mueven al interior de la Iglesia y que probablemente estarían conspirando contra algunos aspectos de su gestión.

Esta hipótesis fue confirmada por el máximo jerarca del catolicismo, en su siguiente homilía, el pasado lunes 11 de febrero, al reconocer la existencia de “hipocresía” y “divisiones en el seno de la iglesia”, “individualismos y rivalidades” que sólo buscan aplausos y aprobación y que en realidad han llevado a la jerarquía católica a apartarse de su grey.

Crisis

En estas condiciones, lo que pone en evidencia la renuncia del pontífice es una profunda crisis en la jerarquía eclesiástica, una discusión sobre el futuro de la cristiandad y el rol que debe jugar frente a los retos del siglo XXI. Si las decisiones futuras, que desencadenan la renuncia de Benedicto XVI habrán de fortalecer a un sector ultraconservador, retrógrado, enquistado en los poderes del Estado a escala global, o se fortalecen las tendencias democráticas, las que abogan por “echar su suerte por los pobres de la tierra”, como lo predica la teología de la liberación, la Iglesia de Golconda o la corriente progresista expresada en la Conferencia de Medellín, Vaticano II.

A propósito de la personalidad de Benedicto XVI, la gran prensa multinacional, los teólogos de la Iglesia y los llamados vaticanistas, se esfuerzan en estos días por presentarnos una imagen maquillada del gran teólogo y hombre piadoso que contribuyó a la modernización de la gran colectividad católica.

La verdad es que Joseph Ratzinger, nacido en una localidad de Baviera en 1927, inició su militancia social en las filas de la Juventud Hitleriana, uno de los soportes ideológicos y propagandísticos del Tercer Reich alemán. Y aunque ahora se presenta tal militancia como producto del ¨contexto histórico de la época¨, la realidad es que la pertenencia a las filas hitlerianas no era obligatoria y nada perdería con negarse a ello.

En América Latina

Siendo prelado de la Iglesia, en un célebre discurso en Ratisbona, sobre la fe, ofendió la espiritualidad de la comunidad musulmana. Entre 1981 y 2005, el futuro jefe de la cristiandad, asumió como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la mayor y más influyente comunidad eclesial dentro de la Iglesia. En tal condición, arremetió contra cualquier cosa que se pareciera a tendencias progresistas, y enfiló baterías, particularmente contra la denominada Teología de la Liberación, nacida en América Latina.

Ratzinger, al frente de esta comunidad fue el arquitecto de una campaña denominada ¨Restauración¨, que satanizó cualquier forma de disidencia dentro de la Iglesia, especialmente la proveniente de los sectores comprometidos con la que llamaron ¨Iglesia de los pobres¨, y contra lo que denominó la influencia marxista en las comunidades eclesiales de base.

Bajo su orientación se elaboraron bancos de datos de las conferencias episcopales de América Latina, en las que figuraban teólogos de la liberación, religiosos progresistas y potenciales aliados de esta causa. Para contrarrestar su influencia, en las escuelas y colegios orientados por la Iglesia, en emisoras, periódicos y en prácticamente todos los organismos de dirección, nombró obispos ultraconservadores, provenientes del Opus Dei, que afianzaran la campaña macartista.

En su labor de extinción de cualquier rastro de la teología de la liberación, contó con el apoyo del Pentágono de los Estados Unidos, que hizo generosas contribuciones a este propósito, y la solidaridad de personajes como Ronald Reagan y Margaret Thatcher.

En el campo de la teología, como prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe y como jefe de la cristiandad en el Vaticano, mantuvo una línea ideológica coherente como exponente de las corrientes ultraconservadoras de la Iglesia. Hasta tanto, que en una ocasión negó el carácter de “iglesia”, a las corrientes evangélicas cristianas.

En otros aportes teóricos, planteó que el Purgatorio ha sido una ficción, es decir, que los condenados de la tierra ahora podríamos irnos al infierno sin escalas. Y al final de su gestión desterró al burro y al buey del pesebre de Belén. Aunque, el año pasado, durante la Jornada Mundial por la Paz, ante miles de jóvenes, descubrió que la lucha de clases existe, al admitir que el capitalismo genera codicia y conflictos sociales.

A qué no renuncia

Queda claro, entonces, a qué renuncia Benedicto XVI. Y también a qué no renuncia. Sobre todo, no renuncia a soportar sobre sus espaldas el costo enorme de haber tolerado, y ocultado hasta donde le fue posible, los crímenes sexuales de la Iglesia, la pederastia que se extendió como plaga por iglesias, púlpitos y confesionarios.

Solamente en el caso de México, uno de los países más católicos, de 14 mil sacerdotes, el 30 por ciento fueron acusados de abusos sexuales contra los feligreses. Y en proporciones similares, curas y prelados de Estados Unidos, Irlanda, Austria, Alemania, Bélgica, Chile.

Ahora viene entonces la discusión sobre la sucesión en el trono de Roma. La Iglesia católica, que ha perdido fieles, credibilidad, que soporta la escasez de sacerdotes, porque los muchachos temen ir a los seminarios, deberá escoger el rumbo de la Iglesia.

El nuevo pontífice marcará la orientación futura del conglomerado creyente. El sínodo deberá decidir si sienta en el Vaticano a un prelado que represente la Iglesia tradicional, conservadora, o pone en cambio a un representante de las corrientes modernizadoras.

Marxistas y católicos

Los marxistas, en el pasado tendieron puentes de diálogo con sectores cristianos progresistas. Lo hicieron en Colombia con el padre Camilo Torres Restrepo, con las comunidades eclesiales de base. En Brasil con el padre Leonardo Boff. En Centroamérica con Monseñor Romero y la comunidad de jesuitas de de esos países, víctimas de la dictadura.

Tras el diálogo entre marxistas y católicos, que hoy reivindican de nuevo no pocos sectores de la Iglesia, construyen agendas comunes en la lucha por la dignidad, la independencia y la soberanía de los pueblos. Esa agenda está vigente.

Hoy hay nuevos problemas, en la lucha por la soberanía alimentaria, contra la globalización de la economía, por la defensa del medio ambiente, de los recursos naturales saqueados por las grandes transnacionales, contra la pobreza extrema, por la inclusión social.

La visión humanista y el compromiso social insobornable de los marxistas, coinciden plenamente con las posturas progresistas y filantrópicas de la cristiandad. Y eso da autoridad para participar en el debate sobre el tipo de Iglesia que la modernidad necesita. Y así como el Foro de Sao Paulo una vez planteó que otro mundo es posible, existe la íntima convicción de que también otra Iglesia es posible: la que reivindique el mensaje de Cristo Jesús humilde, al lado de los hombres de la fábrica y del arado, que se enfrente a la arrogancia de los poderosos, como cuando arrojó a los mercaderes del templo, porque ofendían la misión de la Iglesia de Dios en la tierra.

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