viernes, marzo 29, 2024
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Amnistía e indulto: ¿una necesidad de la solución política al conflicto armado? (I)

A lo largo de toda nuestra historia como Nación, la amnistía y el indulto prácticamente han sido el único, último y, a veces, eficaz instrumento jurídico de resolución de las grandes confrontaciones sociales y armadas escenificadas en nuestra patria.

Movimientos insurgentes.
Movimientos insurgentes.

Miguel González R.

En el marco de los diálogos de paz de La Habana, pero mucho más allá de ese importante escenario para el futuro político y social del país, se ha reabierto un viejo debate en torno a la necesidad o no de otorgar una amplia amnistía o indulto a los alzados en armas, como una de las tantas alternativas constitucionales de cara a la solución política del prolongado conflicto armado que en las últimas décadas ha vivido el país.

Analizar y comparar históricamente las lógicas de funcionamiento de las medidas extraordinarias de amnistía e indulto no debe ser considerado exclusivamente como un ejercicio académico o de investigación histórica; por el contrario, el mismo nos debe permitir desentrañar los mecanismos políticos y judiciales diseñados en los procesos de cierre de nuestros conflictos sociales y armados. En orden a establecer cómo, a lo largo de toda nuestra historia como Nación, la amnistía y el indulto prácticamente han sido el único, último y, a veces, eficaz instrumento jurídico de resolución de las grandes confrontaciones sociales y armadas escenificadas en nuestra patria.

Estudiar tales procesos, desde el punto de vista del campo popular y democrático, sigue siendo una tarea decisiva en orden a establecer su utilidad y vigencia, de cara a construir un proceso de paz democrático, amplio, generoso, incluyente y compatible, bajo determinadas circunstancias, con los estándares del actual Derecho Internacional, el cual establece, entre otros principios, la reivindicación de los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia, la reparación y garantías de no repetición.

Antecedentes mediatos e inmediatos

De acuerdo con el estudio llevado a cabo por el historiador e investigador del Iepri Mario Aguilera Peña: Refundemos la Nación, perdonemos a delincuentes políticos y comunes, en Colombia se han implementado más de doscientos escenarios de amnistías e indultos otorgados fundamentalmente a actores políticos a lo largo de nuestra accidentada vida republicana. Es así como, desde los albores mismos de las gestas independentistas, los ejércitos patriotas victoriosos intentaron con relativo éxito mecanismos jurídicos de perdón y olvido que beneficiaran a sus oponentes realistas.

Ya en 1819, por ejemplo, el Congreso de Angostura otorgó el primer indulto de que se tenga noticia en la naciente república, el cual beneficiaba no solamente a delincuentes políticos sino también a delincuentes comunes. De igual forma, un año después, en 1820, fungiendo como vicepresidente el general Francisco de Paula Santander decretó la primera amnistía por delitos políticos y comunes.

De otra parte, se hace necesario remarcar que ha estado presente a lo largo de nuestra vida republicana una singular tendencia a otorgar amnistías e indultos, asociados justamente a etapas de cambios constitucionales, de realización de trasformaciones político-sociales de carácter relativo, y a la intensión, más o menos explícita, de refundar de nuevo la nación, así ello haya tenido, en algunas coyunturas concretas, un carácter retórico o demagógico.

Amnistías encubiertas

Otra singularidad, empíricamente comprobable, en relación con los procesos de amnistías e indultos, tiene que ver con que éstos, como mecanismo de cierre, también han dado pie para que se presenten “amnistías encubiertas” que otorgan rebajas sustanciales de penas o total impunidad a quienes se someten a la Justicia, así fueran responsables de crímenes de guerra o crímenes de lesa humanidad. Un buen ejemplo de ello lo constituye la llamada Ley de Justicia y Paz con la cual se beneficiaron en buena medida los grupos paramilitares.

De igual manera, otra peculiaridad del proceso descrito se refiere al carácter de beligerancia otorgado al delito político. Es así como desde las primeras guerras civiles del siglo XIX, tal calidad surgió desde el momento mismo en que el gobierno contra el cual se presentaba el levantamiento en armas reconocía a los rebeldes el carácter de interlocutores válidos con los cuales podía negociar y hasta plasmar tratados. La noción de beligerancia se incorpora a nuestro ordenamiento jurídico interno con más fuerza luego del reconocimiento del derecho de gentes en la Carta Política de 1863.

En el siglo XX también se hizo presente la discusión en torno a los requisitos del estado de beligerancia. Debate agudizado por las discusiones en torno a los efectos de la negociación con la guerrilla o la aplicación del protocolo II de Ginebra, y a que dichas hipótesis, eventualmente, podrían incrementar la legitimidad de la insurgencia en la comunidad internacional. Todo ello, desde luego, acaecido mucho antes de que a las organizaciones insurgentes colombianas se les incorporara a las listas de organizaciones terroristas diseñadas por el Departamento de Estado de los Estados Unidos y el Parlamento Europeo.

Un rasgo distintivo en relación con el delito político lo constituye el hecho que desde el propio siglo XIX, el mismo se consideró un delito complejo que subsumía otras conductas o tipos penales. Circunstancia que con el tiempo resultó paradójica, toda vez que, no obstante y a pesar de que las amnistías e indultos habían sido primigeniamente diseñadas para beneficiar a delincuentes políticos, en algunos eventos, bastante generalizados por cierto, resultaron siendo favorecidos también delincuentes comunes.

En este caso concreto, no se hace referencia a perdones otorgados a delitos comunes subsumidos en las conductas de los alzados en armas, sino a los beneficios concedidos a delitos atroces ocurridos en el desarrollo de la guerra, o incluso el perdón a delitos comunes desligados de las confrontaciones armadas propiamente dichas.

Retrocesos en cuanto al delito político

Lo que lamentablemente ha venido sucediendo en Colombia es un retroceso normativo, jurisprudencial e incluso doctrinario en relación con el delito político; instrumento jurídico de amplia raigambre constitucional y legal en nuestro ordenamiento interno. Recuérdese cómo, tanto en el texto Constitucional de 1886 como en la Carta Política de 1991, las figuras de la amnistía, el indulto, y la no extradición de nacionales por esos delitos, definían el carácter benigno y altruista de tales conductas típicamente insurreccionales.

En el mismo sentido, podemos afirmar que desde la promulgación del Código Penal de 1936, hasta la actual ley 890 de 2004, pasando por el Código Penal de 1980, la codificación penal colombiana, no por un capricho normativo, sino por una realidad social de enorme trascendencia, ha tipificado los delitos políticos como aquellos que lesionan o ponen en peligro de lesión el bien jurídico tutelado del régimen constitucional y legal.

No obstante, estas manifestaciones palmarias y verificables de nuestro derecho penal, con la declaratoria de inconstitucionalidad del artículo 127 del decreto 100 de 1980, que establecía la conexidad o exclusión de la pena por conductas realizadas en combate por los rebeldes, a partir de la sentencia C-456 de 1997 de la Corte Constitucional, que declaró la inexequibilidad de tal artículo, podemos afirmar que se desnaturalizó el delito político, en tanto se redujo en grado superlativo su alcance y se alteró uno de sus elementos constitutivos esenciales.

A esa circunstancia jurídica, de innegable repercusión en tal contexto, debemos agregar además el desarrollo de otros fenómenos jurídicos y políticos, como son, entre otros, la llamada legislación de emergencia; la expansión del derecho; el eficientismo penal; el populismo jurídico y la teoría del derecho penal de enemigo. Nociones que han tenido un efecto perverso y negativo en el proceso judicial colombiano.

Así, tenemos el caso de la aplicación a ultranza, por parte de operadores judiciales, principalmente de algunos fiscales y jueces, de la llamada teoría del derecho penal de enemigo, desde la cual se establece arbitrariamente una categoría de “delincuente enemigo”, quien concurre al proceso penal no como ciudadano sujeto de derechos fundamentales y garantías procesales, sino como enemigo, desafecto al derecho, como una amenaza a la cual hay que combatir por medios judiciales.

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