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200 años del Decreto de la Guerra a Muerte

Lo más trascendente del decreto, como lo anotan multiplicidad de historiadores, es el propósito de ‘crear el pueblo americano’ como una entidad política.

Bandera de la Guerra a Muerte. Según el relato del coronel británico O. Hippisley en su libro de andanzas por el Orinoco, que sirvió de fuente a Marx, en la pequeña lanza que usaba Bolívar tremolaba la bandera junto a una cinta con la divisa “libertad o muerte”
Bandera de la Guerra a Muerte. Según el relato del coronel británico O. Hippisley en su libro de andanzas por el Orinoco, que sirvió de fuente a Marx, en la pequeña lanza que usaba Bolívar tremolaba la bandera junto a una cinta con la divisa “libertad o muerte”

Alfredo Valdivieso*

“Libertador, un mundo de paz nació en tus brazos.
la paz, el pan, el trigo de tu sangre nacieron,
de nuestra joven sangre, venida de tu sangre
saldrán paz, pan y trigo para el mundo que haremos”.
Pablo Neruda, ‘Un canto para Bolívar’

Se cumplen, este 15 de junio, 200 años de la expedición del terrible Decreto de la Guerra a Muerte, firmado por la mano de Simón Bolívar en una humilde casita de Santa Ana de Trujillo: “Españoles y canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de la América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables”, terminaba proclamando la espeluznante medida.

Pero: ¿por qué el decreto? Sabida es la felonía, la ruptura e infracción de las capitulaciones y tratados por parte de los españoles en toda la etapa previa a las declaraciones de independencia; y las represalias y vindicta contra los patriotas con ocasión de los primeros actos en la búsqueda de soberanía e independencia frente al reino español, incluso en momentos en que quienes gobernaban la península eran los franceses.

A la traición de la capitulación con los Comuneros del Socorro había antecedido la perfidia en Cochabamba (tras la insurrección de Alejo Calatayud); el trato criminal a los Comuneros del Paraguay, encabezados por Antequera y Mompox; la represión patibularia a las revueltas contra la Compañía Guipuzcoana (Caracas); la matanza de indígenas y pobladores del Perú encabezados por Túpac Amaru, y luego por los hermanos Catari y un largo etcétera.

A los crímenes oprobiosos contra los reclamos de trato más justo y mejor gobierno se sumó el crimen en masa de quienes se proclamaron independientes el 19 de abril de 1810 y luego el 5 de julio de 1811 en Venezuela, pero también en la actual Colombia y las demás colonias.

Las carnicerías de Domingo de Monteverde, Francisco Cervériz, Antonio Zuazola, Eusebio Antoñanzas, Pascual Martínez, Lorenzo Fernández de la Hoz, José Yánez, Francisco Rosete y otros jefes realistas luego de la caída de la Primera República, represalia criminal al intento de independencia. La matanza de republicanos por los jefes españoles llegó a provocar el rechazo de personajes adictos a la monarquía.

Uno de ellos, el abogado Francisco de Heredia, oidor y regente de la Real Audiencia de Caracas, pidió que cesaran las ejecuciones. Según el testimonio del propio Heredia en sus Memorias, un fraile capuchino de las misiones de Apure (Fernando María de Coronill) partidario y pariente de Monteverde, exhortaba a los soldados: «… de siete años arriba, no dejasen vivo a ningún americano…». La masacre fue espantosa, como luego lo señalaría el propio Bolívar en su Proclama a los merideños, y luego lo reafirmaría en su Carta de Jamaica.

Bolívar en su Campaña Libertadora de 1813 –iniciada tras el Manifiesto de Cartagena‒ recibió información de la consumación de hechos de inaudita crueldad y criminalidad como el relatado por Heredia, lo que le llevó a expresar el 8 de junio en Mérida: «Nuestro odio será implacable y la guerra será a muerte».

Porque la guerra a muerte, de acuerdo con los cánones y lo consuetudinario en los gobernantes de España, era aplicada de facto contra cualquier protesta o acción que fuera considerada contraria a los intereses de la monarquía. Y esto no es un aserto, como lo señala la historiadora Gilette Saurat: A Bolívar le fue entregado en Mérida un papel, a su llegada a esa ciudad en mayo de 1813.

Se trataba de una “orden de Monteverde, debidamente rubricada por el secretario de estado en la guerra, que se apoyaba en la Ley de Indias, procedente de los Reyes Católicos, para condenar a muerte a aquellos que, según la formula española, se pronunciaran contra el rey. De ese modo, la aspiración a la independencia se asimilaba en un crimen de lesa majestad, lo cual dejaba la puerta abierta a todos los abusos y represalias que tomaban el carácter de un exterminio sistemático de los criollos”.

Lo más trascendente del decreto, como lo anotan multiplicidad de historiadores, es el propósito de ‘crear el pueblo americano’ como una entidad política. Entre el Manifiesto de Cartagena y hasta las líneas iniciales de la proclama de Mérida (23 de mayo) Bolívar, como todos los independentistas, usaba las categorías de españoles americanos y españoles europeos.

Este hecho se soslaya por los historiadores oficiales (en especial europeos y gringos, así como santanderistas), como se soslaya que el término de españoles americanos se lo reservaban para sí las élites iniciadoras del proceso en la búsqueda exclusiva de obtener privilegios y gobierno; y que al resto de la población, en especial a los sectores pobres y populares nunca se lo dieron. El decreto dejó sin vigencia el subterfugio de que lo que se libraba en nuestro territorio era una guerra civil.

Pero incluso en las líneas iniciales de la proclama de Mérida se lee: “Nuestras armas redentoras no han venido a daros leyes, ni menos a perseguir al noble americano; han venido a protegeros contra vuestros natos enemigos los españoles de Europa, … han violado los derechos de gentes y de las naciones, infringiendo las capitulaciones, y los tratados más solemnes, persiguiendo impíamente al inocente y al débil, reduciendo los pueblos enteros a la indigencia y desolación…”, aunque en renglones más adelante ya se categoriza cuando manifiesta cuál es su mandato:

“…Poner en vuestras manos el título de mi comisión, que… no tiene otro objeto que amparar al americano y exterminar al español; destruir el gobierno intruso y reponer el legítimo; en fin, dar libertad a la República de Venezuela».

El decreto, no obstante el antecedente de la proclama de Mérida y la acción del Ejército Libertador, no significó, como opinan algunos historiadores torcidos y parcializados, una guerra de exterminio. Unas pruebas al canto: Atanasio Girardot, enviado por Bolívar a libertar Trujillo, a pesar del anuncio de mayo, en proclama del 10 de junio señala: “A nombre del general en Jefe y del Soberano de la Nueva Granada ofrezco indulto y garantía a todos los soldados dispersos del ya exterminado ejército de Correa, y a los que se presenten con su fusil, bayoneta y fornitura la gratificación de cuatro pesos”.

Incluso el decreto de la guerra a muerte, en una prueba más de la humanidad del Libertador, señala expresamente: “A pesar de nuestros justos resentimientos contra los inicuos españoles, nuestro magnánimo corazón se digna aún, abrirles por la última vez una vía a la conciliación y a la amistad; todavía se les invita a vivir pacíficamente entre nosotros, si detestando sus crímenes y convirtiéndose de buena fe, cooperan con nosotros a la destrucción del Gobierno intruso de la España, y al restablecimiento de la República de Venezuela”.

En aplicación del decreto solo unos cuantos jefes criminales de la peor laya fueron ajusticiados, como Zuazola; hubo muertos prisioneros pero no en las alarmantes cifras que señalan los españoles, quienes asesinaron a miles de derrotados.

La Proclama de Ocumare, dictada el 6 de junio de 1816, en que además se declara la libertad de los esclavos, manda:

“La guerra a muerte que nos han hecho nuestros enemigos cesará por nuestra parte: perdonaremos a los que se rindan, aunque sean españoles. Los que sirvan la causa de Venezuela serán considerados como amigos, y empleados según su mérito y capacidad. Las tropas pertenecientes al enemigo que se pasen a nosotros, gozarán de todos los beneficios que la patria concede a sus bienhechores. Ningún español sufrirá la muerte fuera del campo de batalla. Ningún americano sufrirá el menor perjuicio por haber seguido el partido del rey, o cometido actos de hostilidad contra sus conciudadanos”.

De tal modo que la medida, para formar un concepto de nación y de pueblo propios, es derogada por el propio Libertador. Siendo ya victorioso indiscutido, el 9 de septiembre de 1819 (un mes después de la Batalla de Boyacá) envía una carta al virrey Juan Sámano, que había huido de Bogotá como las ratas, en que le plantea la cesación de la guerra a muerte de parte de Colombia, y le plantea un intercambio humanitario de prisioneros, como diríamos hoy.

Llega a proponer el canje de 12 paisanos por José M. Barreiro, ascendido a general, y de ahí a abajo una graduación para liberar a los 38 oficiales apresados en el puente del río Teatinos. Por desgracia la propuesta humanitaria no se cristaliza, al ser fusilados los cuadros militares por orden atrabiliaria y personal del señor Santander, ‘el hombre de la leyes’ (!).

La memoria y la justicia histórica no obstante hacen que en el pedestal de la estatua de Tenerari, en la Plaza de Bolívar en Bogotá, quede perenne la parte de la carta-propuesta de canje. Tendrá que esperarse por Colombia que otra vez el genio del Libertador proponga y logre pactar con Pablo Morillo los Tratados de Trujillo, el 26 y 27 de noviembre de 1820, para poner fin legal y completo al terrible decreto. En esas fechas, además de firmarse los dos textos, el de armisticio y el de regularización de la guerra, los dos militares de abrazan en la misma casita de Santa Ana de Trujillo en que siete años y cuatro meses antes la mano del Libertador firmó el temible decreto.

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*Secretario general PCC regional Santander.

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